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  1. El amor de mi vida es Bill Murray

    viernes, 27 de julio de 2018


    Si algo ha hecho el ser humano a lo largo de su evolución es intentar definir el amor. Es un hábito innato en nosotros pero a la vez pretencioso, porque demuestra que nos negamos a vivir con algo que no seamos capaces de explicar.

    Nos guste o no reconocerlo, el sentimiento amoroso no es exactamente igual ni siquiera para dos personas en este mundo. Por eso se han escrito y se escribirán libros, canciones, poemas o películas que buscarán atrapar a un público que ni siquiera sabe qué está buscando. Rompo una lanza a favor de la definición del amor como el segundo oficio/negocio más antiguo del mundo, por detrás de otro que no viene al caso ahora.

    Sirvan como ejemplo algunos de los ‘síntomas’ más manidos del enamoramiento, que sin dejar de ser verdaderos (no he venido aquí a insinuar eso) intentar acotar lo más posible una sensación que en teoría debería ser inabarcable. Pongamos que esa persona “te hace sonreír cuando la ves”, “tan solo oír su nombre te alegra el día” o “le ríes las gracias como a nadie más” porque “todo lo que dice te suena a música celestial”.

    Si te reconoces en al menos una de estas frases enhorabuena, eres otro hijo del amor y por tanto de la sociedad. Pero esta felicitación se extiende aún más a aquellas personas que, además, ven correspondidas estas sensaciones e inician una unión. Esta, por supuesto, también cuenta con definiciones de catálogo del tipo “siempre está en los momentos difíciles”, “tus recuerdos junto a él o ella son más intensos que todos los demás”, “cada día que pasa la relación va mejor y los sentimientos no cambian”.

    En esta última tanda es más sencillo reconocerse, sobre todo si la persona que te provocaba esas sensaciones es ahora poco más que una sombra del pasado. Cuánta teoría para terminar diciendo que soy uno de tantos que nunca ha experimentado de forma verdadera ese viaje por los sentimientos, no al menos durante más de unos días o como máximo semanas. Parece que yo no puedo jugar al amor.

    O eso pensaba. Mientras veía Lost in Translation, una de las pocas películas de Bill Murray que me quedaban pendientes (imperdonable, ya lo sé) me di cuenta. El simple hecho de saber que me esperaba una hora y media junto a él convirtió de pronto al día en algo mejor. No era una comedia, pero él logró hacerme reír y, lo que es más difícil en mi opinión, sonreír con cara de adolescente tonto. Ni siquiera hizo falta que terminase la película para saber lo que estaba pasando. Cada uno de mis sentimientos durante esos 90 minutos estaba en la lista del manual no escrito sobre lo que debe ser el amor.

    Cuando pensaba que nunca había tenido la suerte de vivir en esa burbuja romántica sobre la que tanto he leído, visto o escuchado, me llegó la confirmación de que sé lo que es el amor desde que lo vi por primera vez, hace unos 23 años. Porque Los fantasmas atacan al jefe es el plan navideño que nunca quieres dejar de repetir con esa persona, El día de la marmota te deja claro que nunca te cansará su compañía o Space Jam demuestra que incluso en sus momentos más flojos tus sentimientos hacia el objeto de tu amor no cambian. Dejo de poner ejemplos, que me estoy abriendo ya demasiado.

    Quizá haya tardado demasiado en darme cuenta de algo que lleva siendo evidente más de dos décadas. El amor de mi vida es Bill Murray.

  2. Ella me puso en mi sitio

    jueves, 19 de julio de 2018


    No por esperado iba a ser menos doloroso. Al menos sabía eso, algo bueno debía tener el encontrarse al borde de la treintena. Pero el conocimiento de la situación a través de una experiencia previa en el pasado tan solo era eso, teoría.

    Nunca había olvidado la frase de un amigo que decía que “tus colegas estaremos aquí para hacerte compañía, pero en la soledad de tu casa no podrás evitar convivir con la situación”. Esas palabras le habían hecho sentir esa felicidad amarga que, por algún motivo, siempre le había encantado. Ahora tocaba regresar a las trincheras y comprobar si seguía siendo capaz de hacerle frente a algo así.

    Era el momento de afrontar otro comienzo desde cero. Analizar lo que tenía y reflexionar sobre lo que deseaba era obligado ahora que no tenía más remedio que estar a solas consigo mismo. Ni siquiera en los numerosos y extensos momentos en que consumía ficción audiovisual podía evitar sacar conclusiones personales. Ya estaba ocurriendo; no tenía escapatoria y no le importaba.

    Todo su ser se estaba viendo forzado a superar otro examen exigente y era consciente de que no conocería sus verdaderos resultados hasta pasados varios meses. Todo porque ella le puso en su sitio. Y no le guardaba ningún rencor.