Si algo ha hecho el ser humano a lo largo de su evolución es
intentar definir el amor. Es un hábito innato en nosotros pero a la vez
pretencioso, porque demuestra que nos negamos a vivir con algo que no seamos
capaces de explicar.
Nos guste o no reconocerlo, el sentimiento amoroso no es
exactamente igual ni siquiera para dos personas en este mundo. Por eso se han
escrito y se escribirán libros, canciones, poemas o películas que buscarán
atrapar a un público que ni siquiera sabe qué está buscando. Rompo una lanza a
favor de la definición del amor como el segundo oficio/negocio más antiguo del
mundo, por detrás de otro que no viene al caso ahora.
Sirvan como ejemplo algunos de los ‘síntomas’ más manidos
del enamoramiento, que sin dejar de ser verdaderos (no he venido aquí a
insinuar eso) intentar acotar lo más posible una sensación que en teoría
debería ser inabarcable. Pongamos que esa persona “te hace sonreír cuando la
ves”, “tan solo oír su nombre te alegra el día” o “le ríes las gracias como a
nadie más” porque “todo lo que dice te suena a música celestial”.
Si te reconoces en al menos una de estas frases enhorabuena,
eres otro hijo del amor y por tanto de la sociedad. Pero esta felicitación se
extiende aún más a aquellas personas que, además, ven correspondidas estas
sensaciones e inician una unión. Esta, por supuesto, también cuenta con
definiciones de catálogo del tipo “siempre está en los momentos difíciles”, “tus
recuerdos junto a él o ella son más intensos que todos los demás”, “cada día
que pasa la relación va mejor y los sentimientos no cambian”.
En esta última tanda es más sencillo reconocerse, sobre todo
si la persona que te provocaba esas sensaciones es ahora poco más que una
sombra del pasado. Cuánta teoría para terminar diciendo que soy uno de tantos
que nunca ha experimentado de forma verdadera ese viaje por los sentimientos,
no al menos durante más de unos días o como máximo semanas. Parece que yo no
puedo jugar al amor.
O eso pensaba. Mientras veía Lost in Translation, una de las
pocas películas de Bill Murray que me quedaban pendientes (imperdonable, ya lo
sé) me di cuenta. El simple hecho de saber que me esperaba una hora y media
junto a él convirtió de pronto al día en algo mejor. No era una comedia, pero
él logró hacerme reír y, lo que es más difícil en mi opinión, sonreír con cara
de adolescente tonto. Ni siquiera hizo falta que terminase la película para
saber lo que estaba pasando. Cada uno de mis sentimientos durante esos 90
minutos estaba en la lista del manual no escrito sobre lo que debe ser el amor.
Cuando pensaba que nunca había tenido la suerte de vivir en
esa burbuja romántica sobre la que tanto he leído, visto o escuchado, me llegó
la confirmación de que sé lo que es el amor desde que lo vi por primera vez,
hace unos 23 años. Porque Los fantasmas atacan al jefe es el plan navideño que
nunca quieres dejar de repetir con esa persona, El día de la marmota te deja
claro que nunca te cansará su compañía o Space Jam demuestra que incluso en sus
momentos más flojos tus sentimientos hacia el objeto de tu amor no cambian. Dejo
de poner ejemplos, que me estoy abriendo ya demasiado.
Quizá haya tardado demasiado en darme cuenta de
algo que lleva siendo evidente más de dos décadas. El amor de mi vida es Bill
Murray.